domingo, 22 de febrero de 2009

Lunes 23 febrero 2009

RETRATOS HABLADOS
* Abuelo
Javier E. Peralta
ABUELO MURIÓ HACE TANTOS AÑOS
, si es que ha muerto, porque un día sin fecha salió de la casa de tía Amelia en la ciudad de México y nunca volvió. Era un hombre alto con barba blanca pero no podía hablar. Una embolia cerebral había minada su capacidad de expresarse mediante la voz, y sólo se había quedado con murmuraciones constantes que hablaban de una casa frente al parque del pueblo y el tapanco mágico de donde estoy seguro, salieron los elementos básicos para recrear esto que llamo realidad.
Me enteré justo cuando regresábamos de San Miguel, y en la terminal que estaba en la calle de Circunvalación en la capital del país, padre habló a casa de tío Ezequiel y le dijo que no lo habían podido encontrar; su hermano Ezequiel le confirmó que habían perdido al papá de ambos.
Nunca regresó y por eso las ciudades pesan tanto en la conciencia y los recuerdos. En el pueblo nunca hubiera pasado porque sólo está poblado de fantasmas y él era uno de ellos, hasta que se les ocurrió despertarlo de su largo sueño y llevarlo a un lugar de calles asfaltadas, gente igual de fantasma pero que se cree viva.
El luto duró muy poco, porque a los días hablaron de San Miguel para informar que había regresado, muerto claro está, pero estaba ahí, en la puerta de su casa y por las noches el tapanco se iluminaba con luces extrañas pero que despertaban cierta alegría por ser origen de sueños, lo que algunos llaman realidades.
Todo el destino de la familia está ligado a ese pueblo de laguna que retrata al Pico de Orizaba. Seguramente nos habremos de quedar aquí, en el municipal o uno de los particulares que ahora ofrecen planes a 688 meses sin intereses si uno paga con tarjeta de crédito, pero nos iremos, apenas demos el último aliento, al único lugar donde los fantasmas pueden verse a la cara y confundirse con los vivos para hacer una mezcla que cada vez es más soprendente.
Abuelo murió a los seis meses de perderse. Me lo dijo cuando cumplí los trece años y supe que una madrugada en que decidió escapar del albergue a donde lo habían llevado, confundió el pequeño escalón de un almacén con el de su casa y se quedó dormido. Fue una de las más frías en mucho tiempo y cerró los ojos para siempre.
No sufrió porque congelarse permite que los recuerdos pasen lentos, uno a uno, y entonces resulta posible revivir las texturas, el olor, los colores, todo, hasta que se vuelven realidad.
Apenas lo subían a la ambulancia del Servicio Médico Forense (SEMEFO), me dijo que pudo escapar de nueva cuenta ante el asombro de los camilleros que lo vieron convertise en un pequeño vapor de agua. Nunca dijeron nada porque no les iban a creer, porque además abuelo estaba en calidad de desconocido, así que resultaba absurdo reportar la desaparición de nadie.
Abuelo caminaba encorvado y simpre me ha recordado al padre Merrin de “El Exocista”. Era, bueno es, alto, como 1.80 metros, y siempre trae una barba blanca desde la que puedo ver sus ojos, igual a los de padre, igual a los mi hijo, igual a lo mejor a los míos. Son tristes por lo tanto, como los del niño aquel del cuento, “como pidiendo perdón”.
Usa todavía una cotorina roja que compró en San Pablo, Tlaxcala, cuando su hijo fue a vivir con la familia que apenas había formado.
Ahora que lo veo en estos días de intenso frío y me tunde una tos igua a la que acostumbraba sorprenderlo en las mañanas, empiezo a comprender que los caminos se tejen con una exactitud que espanta por momentos, pero que finalmente alegra, al ver de nueva cuenta el sendero del Sabino por donde iba a pie de San Migue hasta Aljojuca, sólo para desayunar con su hija.
En él, me lo cuenta, iba padre, íbamos todos, y por eso conocemos con tanta exactiud un paisaje que rara vez recorrimos arrancados del pueblo apenas a los tres años. Estábamos en la iglesia pequeña que siempre cuida el Sabino de Caspacio, en el cementerio que se atraviesa junto a la arena negra, en las bancas del parque, en la cárcel de Régulo el loco.
Supo, me dijo, distinguir claramente que la vida sirve cuando se tienen recuerdos, amargos o bellos, pero recuerdos. Porque cuando se está a punto de morir, cuando la nada con su negrura espantosa amenaza con decir la última palabra, los recuerdos salvan y hacen luz, hacen de nuevo las realidades que llamamos, pero que nos alejan de la oscuridad total.
Abuelo lo supo siempre, igual que padre, igual que tíos y tías.
Por eso el tapanco se iluminaba si que nadie chistara, sin que se pelaran tamaños ojos, porque sabían y bien que lo saben, que había sido designado creador único en todo San Miguel para inventar ilusiones.
Ahora que recuerdo nadie lloró esa vez que nos enteramos se había perdido, aunque sí los vi con dudas. Estaban seguros que regresaría, pero al mes, a los dos mes, a los tres, no pocos empezaron a perder las esperanzas y con ello las ilusiones.
Cuando lo vieron de nuevo en la puerta de su casa, cuando el tapanco se iluminó de luces, fantamas y personas reales sonrieron como nunca lo habían hecho. Los difuntos que se habían ido sin poder recordar, se vieron correr alegres por el parque, el camino rumbo a Alojuca, repletos de gozo, de ilusiones, de todo eso que fabrican los recuerdos.
Abuelo es un mago, me lo dijo, y la vida es todo aquello que uno quiera hacer con ella. Pero, advertido quedé, va más allá de lo que simple y simplón como es, nos queremos empeñar en asumir como fundamental: el dinero, el poder, la acumulación.
Todo eso no deja recuerdos. Si acaso tristezas. Sólo el amor, y la canción del cantante entendí por vez primera, “sólo el amor convierte en milagro el barro”.
Abuelo está vivo, igual que todos y cada uno de los muertos que tengo, porque los recuerdo, están a mi lado, lo estarán siempre, y algún día estaré con ellos para acompañar a otros que me tengan en la memoria, y en una cadena interminable les llevaré a conocer mis difuntos.
Y por hoy es todo, nos leemos el próximo miércoles.
peraltajav@gmail.com
(Texto publicado el lunes 23 de febrero de 2009, en la edición del diario matutino PLAZA JUÁREZ, en Pachuca, Hidalgo)

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