martes, 5 de mayo de 2009

SIN TÍTULO

Parte de la vida se va esfumando cuando pasan los años. Esto implica que haya muertos de nuestra edad, los que conocimos en algún tiempo y después nunca los volvimos a ver. Esto es vivir, me lo he repetido una y otra vez hasta aceptarlo. Esto es vivir.
Hace rato recibí la noticia de que era difunto y que mañana lo habrán de velar para después enterrarlo. La vida es así, me dije una y otra vez, hasta aceptar esa consigna porque no hay de otra cuando los días pasan tumultuosos y dejan en el suelo a los que se quejaron de su su prisa.
No hay nada que hacer, simplemente nada.
Recordé aquella parte del evangelio: "permite que los muertos entierren a sus muertos".
Supe que desde siempre he caminado cerca del conjuro que transforma en nada los recuerdos, la sensación de la felicidad, el ligero olor de la sonrisa.
De modo que ahora queda nada, pregunté a quien me dio la noticia por teléfono. Nada, fue la respuesta, y siempre es sano despedir a los cadáveres, siempre es sano decirles adiós porque después ya no hay tiempo, ni ganas, ni voluntad, ni nada.
Es mejor que sea así. Recordé:
La colonia, la casa en que de prontó llegó como un desconocido con su mamá y tal vez un cúmulo de ilusiones que nunca vio cumplidas. Pocos difuntos tan plagados de historias sin cumplir, pocos, me dije, ahora que supe había muerto.
Es bueno despedir a los muertos, porque sino se llevan parte de di. Pensé: a mi edad queda poco que se lleven, y si lo hacen mejor, siempre es mejor.
Tenía que ser martes, porque los martes no son ni principio ni fin de nada, son simplemente los días en que es necesario levantarse para mirar el mundo y decirse que después de todo vale la pena vivir.
Esto de los recuerdos es lamentable, patético, pero llega una etapa en la vida que sólo se puede divir de ellos, ya sin engaños, sin juegos absurdos. Nos anclan a la tierra el tiempo que todavía estaremos en ella, y sirven de brújula para los días últimos.
Así que puede ser una despedida para el difunto, con toda su historia, los años en que nacimos a la furia del amor por las mujeres, del gusto por extrañarlas, de platicar en la azotea de la casa que llegaría el futuro en que algo seríamos.
Es mejor pues decirles adiós y esperar encontrarlos en alguna parte para saldar cuentas pendientes, más las que yo debo, más la que participan en este lugar del que nunca conocimos nada, como no sea la agonía de morir tan de a pedazos, tan sin sentido.

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