domingo, 3 de mayo de 2009

Lunes 4 mayo 2009

RETRATOS HABLADOS

* Convivencia familiar a la fuerza

Javier E. Peralta

EL ENCIERRO PROVOCA
todos los problemas habidos y por haber. Resulta que el padre de familia es un extraño en lo que consideraba su tierra y, lo peor, no tiene interés común alguno con la esposa y los hijos. Es así que a la par de lo que la influenza humana habrá de provocar, o ya provoca, debemos agrega la crisis familiar que ya se empieza a gestar y podría ser todavía peor que la fiebre, dolor de cabeza y el peligro cierto de ir a parar al otro mundo.
Los primeros días fueron interesantes, porque después de años y años de no compartir la comida familiar, resultaba cuando menos interesante estar de nuevo en la cabecera de la mesa, festejar el buen sabor de la sopa y platicar, platicar y platicar hasta que la noche llegara.
Más de una familia estuvo cierta de que se trataba el regreso de los hijos pródigos, un día perdidos en los avatares del destino y la vida misma. Esto de la influenza, se dijeron unos a otros, permitirá unir de nuevo a perfectos extraños.
Al paso de los días descubrieron que los virus estaban instalados en el hogar y se había desperdigado hasta sus últimos rincones, sin que existiera posibilidad alguna de recuperación.
Primero fueron discusiones sin importancia entre esposa y esposo, hijos y hasta el mismísimo espíritu santo, que finalmente decidió mudarse a otras latitudes con menos tendencias bélicas.
Hora a hora el nivel de las peleas empezó a subir, y los gritos se esparcieron por todo el fraccionamiento, igual que las maldiciones por el méndigo virus que los había llevado a conocerse sin tapabocas de por medio, sin antifaz que escondiera la verdadera personalidad que cada uno tenía en términos reales.
Lo peor vino cuando el gobierno anunció que la contingencia se prolongaría, y que lo mejor era permanecer en sus casas. “Primero muerto a seguir aquí, día y noche con gente que ya ni conozco”, dijo el hijo, al tiempo que azotó la puerta y salió a la calle sin aceptar amenazas y también con el miedo oculto en el enojo y el fastidio.
Mayúscula su sorpresa al comprobar que la calle estaba atestada de personas furiosas que tiraban al bote de basura el tapabocas, al tiempo que meditaban en voz alta: “la muerte es mejor que el castigo de pelear hora tras hora, minuto a minuto con unos sujetos que se dicen mi familia”.
El virus del odio había sido inoculado en personas que hasta antes del encierro obligado, podían presumir ante propios y extraños de lo bien que se llevaban, de la hermosa pareja que hacían. La fachada empezó a caerse en poco tiempo de supuesta convivencia a la fuerza, y en la que conocerse tal como eran derivó en un verdadero desastre.
Encontraron que había un responsable por haber girado semejante orden: “¿a quién se le ocurre mandar que uno pase todo el día con su familia? Lo quiero ver, que lo haga a ver si soporta medio día siquiera con quienes ya ni lo conocen, con quienes ya no se interesan en lo que uno haga o deje de hacer. Por qué no permitieron que siguiera esta mascarada heredada de los padres y los abuelos, en la que se juega a que existe una familia, un padre, una madre, un destino común, pero esto sólo puede ser realidad cuando la mayor parte del tiempo se puede estar en otra parte”.
Los primeros brotes, ya no de influenza, sino de acciones contra los autores de ese atentado contra lo que se denominó “estructura básica de la sociedad”, surgieron al mes de “convivencia familiar obligada”, y se multiplicaron de manera escandalosa, porque fueron miles los que se sumaron a esa revolución.
Olvidada quedó la “influenza humana”, y constante, real, verdadera, se manifestó la furia de quienes había visto caerse ante sus propios ojos la idea que tenían de la familia, del papel que representaban en la misma.
Padres, hijos, mamás, cuñadas, tías, acudieron como uno solo a exigir la sustitución de quien los había obligado a conocerse en su dimensión real, para descubrir el odio que tenían guardado en el corazón, la furia por tanto tiempo desperdiciado en criar, proteger, mantener a desconocidos que hoy como nunca manifestaban su dolor por esa desesperanza.
No, era una tontería eso de que la convivencia día y noche provocaría la unión familiar, una afirmación descabellada y sin sustento alguno.
La última familia que todavía respetaba las órdenes lapidarias de no abandonar su casa fue descubierta años después que los disturbios sociales habían concluido. Uno a uno, los integrantes de la misma, se habría de comprobar, habían muerto víctimas no de la influenza, sino del envenenamiento que se habían provocado unos a otros.
Y lo cierto es que no habían sido los únicos.
Reinstaurada la paz social, también fue reinstaurada la comedia a la que todos asisten hoy con alegría: la convivencia familiar, eso sí, racionada, unos minutos, unas horas a la semana.
La experiencia había sido devastadora.
Y por hoy es todo, nos leemos el próximo miércoles.

peraltajav@gmail.com

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